miércoles, 5 de septiembre de 2012

La Fiesta del Chivo - Vargas Llosa





Una de las satisfacciones que me reservé hasta la terminación de  “La Fiesta del Chivo” de Vargas Llosa fue la de buscar en internet los rostros de los personajes no imaginarios que aparecen reflejados en el libro. Urania Cabral, “La inmundicia viviente”  y “el Constitucionalista Beodo” son imaginarios. Me reservé para el final los rostros de Leónidas Trujillo, del Dóctor Balaguer, Abbes Garcia, Antonio Imbert, Antonio de la Maza y de tantos otros. 

Como suele ser habitual, no hay una correlación entre el físico que imaginamos de las personas y lo que la imagen nos muestra. Cuando se busca la cara de Abbes, lo que se espera encontrar es el vivo retrato del mal, pero lo que la fotografía nos muestra es solamente un retrato y todas las vilezas van incorporadas en lo que sabemos del sujeto.

El libro es un entramado de realidad y de ficción cuyo resultado es el de aplicar una lente de aumento sobre lo grande y sobre lo pequeño, sobre la sociedad y sobre las personas, sobre los sentimientos y sobre el mal. Es necesario, no solamente citar el mal, hay que mostrar los horrores de una dictadura, de unos cargos y de unas personas, hasta llegar a la herida sangrante o el grito angustioso lanzado en la oscuridad de una celda, en el vacío de la tortura. 

El libro se lee desde el conocimiento de los hechos como si mirásemos la tierra devastada desde una colina con la seguridad de que pocas cosas quedaron en pie y de que sus efectos todavía se mantienen. El punto de vista es el de las personas que han sobrevivido y no se han recuperado. Es como la recuperación de un monte después de un incendio o de la ciudad después de un terremoto, pues algo de eso o más, sucede cuando un conjunto de personas viven sometidos al arbitrio y a la voluntad más primaria de los unos sobre los otros. La recuperación necesariamente es lenta y dolorosa y los sentimientos, incluso los mejores, fueron arrastrados o van siendo arrastrados hasta que no se llega a conocer la vileza, el servilismo de unos sobre los otros. Por que una de las lecturas que no por sabida es menos tremenda es que el sometimiento envilece, en mayor o menor medida a todos los que forman parte del teatrillo.

El libro nos habla de una dictadura y de todas las dictaduras. De las que fueron y de las que siguen siendo. Trata sobre la rebeldía y sobre la autoridad. También sobre un concepto que no debería ser necesariamente terrible, la lealtad. Nada resulta peor a un dictador que la falta de lealtad. Y es un concepto que se extiende también a otros muchos ámbitos de la sociedad como la empresa o los partidos políticos aunque sean democráticos. Pero la diferencia es clara, si se falta a la lealtad en el primero de los casos se recibe la muerte o la pica, en el segundo y el tercero se puede salir indemne e incluso fortalecido. Se debe observar que no deja de ser una posibilidad, que se puede salir si se desea salir. Que a veces lo verdaderamente terrible no es el dictador si no todos aquellos que permiten y que dar poder y autoridad al  sujeto.

Hacía mucho tiempo que una novela no me enganchaba como las novelas que leía cuando era joven al estilo de Madame Bovary, Rojo y Negro o incluso sobre Sobre Héroes y Tumbas,  leídas en la juventud y en la ingenuidad. Con estructura poliédrica y esa forma de narrar donde el autor es invisible o lo que es lo mismo oculto detrás de cada personaje y de cada revuelta

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