La premisa es inquietante. Personas que fabrican robots como si fueran personas por un motivo puramente económico, porque consumen menos. Y juegan con fuego porque las investigaciones sobre inteligencia aplicada cada vez profundizan más en el desarrollo de los sentimientos, de las emociones, en la capacidad de amar. Sentir amor en un mundo que les sigue viendo como máquinas. Colectivo que se verá abocado al repudio de sus madres adoptivas, a la persecución, incluso al suicidio.
Dos mil años después unos extraterrestres intentarán recrear la vida sobre las pautas de lo único que han encontrado con vida, un niño-robot y un oso de peluche. Recrearán lo original a partir de una copia distorsionada, el equivalente a pretender construir un ser a partir de trozos sueltos de algo no siempre concordante, no necesariamente estable. Pero el niño mantendrá la ilusión de recuperar el amor de una madre, auténtico hilo conductor de la película y único motivo del robot para seguir vivo, como imitación de una persona, como demostración de que la existencia del amor justifica una vida.
Película basada en tres relatos de Brian Aldiss, pero especialmente en el titulado “Los superjuguetes duran todo el verano”