lunes, 25 de noviembre de 2013

Una de Walter Benjamin





Albert quería superarlo. Quería leer aquel texto de Walter Benjamin cuyo tema sobre la cultura le apasionaba pero intuía que era un difícil compañero de viaje. Sabía dónde se encontraba exactamente el libro, sabía que estaba en una estantería en casa de su madre que él había dejado hacía unos años. Ocurre que cuando algún libro no le interesaba solía dejarlo en casa de su madre. No deja de ser una forma de deshacerse de ellos. Puede ocurrir que acaben en una fundación, pero eso pasa cuando uno es famoso y dan ayudas públicas. No es el caso y además una fundación no es nada más que otra forma de alargar la agonía de los libros y de las cosas.

Albert se concentró en Walter Benjamin y en el reto de leer ese libro. Los antecedentes en pequeño tonelaje, entiéndase artículos periodísticos, jugaban en contra. En algún momento, recordaba uno aparecido en el diario El País,  había estado a punto de comprender lo que decía. Comprender de principio a fin. Bueno, eso creía él. Pero en el último momento, en el momento en el que parece que solo faltaba extraer la conclusión, Walter escribía un último párrafo que descolocaba todo el conocimiento que con gran esfuerzo se había ido cimentando. La conclusión era una extraordinaria sensación de impotencia. Y así fueron las veces que lo había intentado.

El libro constaba de tres partes y el arranque fue, como siempre era, prometedor. Comenzaron a pasar ideas, conceptos de otra época contados morosamente, como en la época en la que el tiempo corría más despacio y el escritor, y el lector podía demorar el final de un silogismo y estaba muy bien hasta que dejado llevar por el torrente de palabras los primeros indicios de sopor se hicieron presentes. Y era extraño porque era primera hora de la mañana y había descansado bien, pero el ritmo de la prosa le hacía mecerse como en un soniquete de alta cultura. No obstante fue a la cocina y se preparó un café y luego otro y miró el reloj y siguió leyendo. Pero algo había cambiado en el ritmo de la prosa… o era el mismo. Difícil saberlo. Se esforzó por volver a encontrar la voz interna que había perdido y le pareció que como ejercicio musical era extraordinario, pero cuando finalmente logró terminar de leer el texto, se dio cuenta que dejándose llevar por el torrente de la prosa no había entendido nada de lo que el bueno de Walter había querido decir. Quizá la vocación oculta de Walter Benjamin fue la de músico.


martes, 19 de noviembre de 2013

Conducir





Llevaba conduciendo varias horas. Las cosas no iban bien. Debía llegar a mi destino antes de las siete de la tarde. Al principio fui por la autovía de dos carriles, ancha, irregular con bastantes curvas, no curvas cerradas pero curvas que me impedían relajar. Al principio puse la radio, estaban dando la noticias. Eran las noticias de siempre, cambiaban los nombres pero la temática era la misma, los mismos casos, las mismas injusticias. Al final venía las noticias de deportes. Luego un programa de opinión. Los programas de opinión me suelen aburrir y la consecuencia es el sopor y el sueño. Comencé a tener sueño. Cambié de emisora, puse otra donde emitían música. Me comí un caramelo y el tonillo de Lady Gaga me sacó del sopor pero solo por un momento. Era consciente que no había descansado bien y cuando soy consciente de que no descanso bien me suele dar sueño. Llámalo sugestión, llámalo cansancio. Paré en un bar de carretera junto al que se encontraba una residencia de ancianos y un puticlub. Tomé un café y me quedé observando a unos clientes mientras echaban una partida al tute. Pero no fumaban. Ya no dejan fumar en los bares.

Volví a subir al coche e intenté dormir un poco, pero debí haber intentado dormir antes y haber tomado el café después. Eché el respaldo del asiento para atrás y cerré los ojos. Un rato más tarde comprendí que era imposible dormir. Arranqué el coche, puse a los Radiohead y continué. Treinta kilómetros después tomé el desvío por una carretera secundaria, llana, bien asfaltada, con pueblos espaciados. Comencé a pensar en lo que tenía que hacer cuando llegara a mi destino. Hablar  con uno, luego con otro, en general eran rutinas que no me aportaban nada y que me suponían un esfuerzo y un considerable nerviosismo. Porque eran cosas que no quería hacer. En un tramo con curvas un coche bastante grande, negro y muy potente se puso detrás, pegado, sin guardar distancia de seguridad, apretando en la trazada. Porque no podía adelantar ya que había muchas curvas. Yo conocía la carretera y sabía que al final de esa cuesta, un poco más adelante, había una larga recta. Aceleré todo lo que pude pero sabía que sería adelantado fácilmente. Durante ese instante de impotencia, no sabría decir por qué, me vinieron a la cabeza muchas cosas que juntas me producían un tremendo malestar precisamente en ese momento, cosas de la vida, de cada día, quizá de la propia impotencia. No fue algo premeditado, no era algo que desde un principio pensara haber hecho, pero esa rabia que el mundo me producía durante un instante se concentró en mi cabeza e hizo, no se por qué, dar un volantazo a la izquierda en el momento en el que el coche me rebasaba e hizo que saliera fuera de la carretera, perder totalmente el equilibrio y dar varias vueltas de campana. Todavía no me explico lo que me pudo pasar, todavía no sé lo que les habrá ocurrido a los ocupantes del coche, ni cuantos eran.


martes, 12 de noviembre de 2013

Teorema





A Ender Gustavson le pagan por pensar. Su cerebro inventa relaciones que podrán ser aplicadas en cualquier rama de la técnica o de la ciencia. Aquella mañana andaba enredado en un teorema de teoría fractal y sorprendentemente encontró la solución en apenas dos semanas de profundo pensamiento. No se le pasó por alto el detalle de que esa solución que había nacido de la intuición debería ser demostrada. Pero esa noche se fue a dormir confiado en que había terminado la parte más laboriosa.

Al día siguiente se enfrascó en la tarea de confirmar la validez del teorema y comenzó según costumbre a definir supuestos y probarlos para ver si el razonamiento fallaba, en cuyo caso sería descartado. Cada intento lo escribía en papel que depositaba al albur sobre la mesa. Era de ver la materialización de sus pensamientos en forma de folios. Al principio de a poco y progresivamente aumentando en forma de estratos hasta unos niveles que ni siquiera  Gustavson acostumbrado como estaba al desorden pudo controlar. Lo que más le aterraba era la incapacidad que sentía de seguir la hilazón que le llevaba de un folio a otro, de un razonamiento a otro. Estaba perdido en su propio laberinto.

Unos días después intuyó que las partes de que estaba compuesta la solución ya las había analizado y  se encontraban allí, sobre esa masa ingente de  papeles y documentación, pero que al igual que le pasa al entomólogo que intuye la existencia de un insecto por determinados indicios, encontrarlo puede ser fruto tanto del empeño como de la casualidad. Entrevió que lo único que podía aportar era un amasijo de papeles desordenados de manera precisa, porque sabia que la solución participaba de la forma en que estuvieran colocados. Convino en que a veces la solución a determinados problemas implica un caos.


martes, 5 de noviembre de 2013

Sonidos de la ciudad





Hay noches en las que un ruido me sobresalta. Estoy dormido, acurrucado entre las sábanas y un sonido llega de la parte alta de la calle,  “ploom”. Un poco más tarde oigo un sonido similar, y un poco más tarde vuelvo a oír otro similar. “ploom”, “ploom”. Los intervalos entre uno y otro son parecidos. Una vez despierto, me acurruco en la cama y espero.  En verano, con la ventana abierta es fácil percibir los matices de los sonidos. La luz de una farola entra en la habitación, tiene un color blanquecino, ligeramente metálico, inhumano, tamizado por la persiana . 

Cada vez se escucha con más nitidez porque se acercan y se perciben más matices, el sonido de cartones, la distorsión de las bolsas como de cosas que caen al suelo. Normalmente los ruidos son secos y no permanecen en el tiempo, algo que se cae, algo que se rompe. No se oyen diálogos, ni voces, si acaso una respiración o un suspiro. Este patrón sonoro se rompe a medida que el sonido va haciéndose más diáfano, en esos momentos se siente como alguien horada, escarba, se intuye el roce de unos materiales sobre otros. También se escucha el sonido de las ruedas de un carro metálico y la colocación de objetos en su interior y las pisadas de alguien que empuja. En la cama cierro los ojos e intento adivinar el momento en el que se escuchará el siguiente “ploom”. Este sonido de plástico, de tapa que se cierra y que cuando se escucha debajo de la ventana emite una cierta vibración que mantiene la cadencia. 

Posteriormente se aleja y los matices se pierden y el caer de los objetos al suelo resulta más lejano y ya no se oyen pisadas, ni fricción, ni ruedas de carro. Vuelvo a abrir los ojos cuando el sonido se ha desvanecido y pasa algún coche. A veces, no muy lejos, se oye la sirena de una ambulancia. En el techo de la habitación se sigue viendo la luz tamizada por la persiana que entra de la calle, una luz blanca y siento un ligero escalofrío aunque estemos en verano. Me tapo con la sabana e intento dormir.

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